viernes, 8 de octubre de 2010

Los dos cuerpos del Libertador: una introducción a la teología política bolivariana




Desde mediados de los años 80 se ha venido gestando, con distintos énfasis, un intento de construir hegemonía, en el sentido estrictamente gramsciano del término, en el plano de nuestra historia nacional. Se trata de una intervención que ha mostrado una gran perseverancia en su proyecto de socavar la autoridad simbólica de Bolívar. Los últimos diez años de transformaciones políticas en nuestro país no han hecho sino radicalizar esa tendencia que ya estaba presente en un autor seminal (puesto que su obra es la verdadera “clave de bóveda” de todo la estructura conceptual del antibolivarianismo historiográfico) Luis Castro Leiva.
Los escritos de Castro Leiva, particularmente los ensayos contenidos en “De la patria boba a la teología bolivariana” (1987), pretenden, desde una perspectiva afín a la escuela de historia de las ideas de Cambridge (Quentin Skinner y J.G.A Pocock, principalmente) profundizar lo que, en potencia, ya se encontraba en el primer libro importante de la crítica sobre los usos del Libertador en nuestra historia política: “El culto a Bolívar” (1969) de Germán Carrera Damas, texto que inaugura toda una vertiente de la escritura de la historia en Venezuela.
Carrera Damas establece una distinción que ya se ha convertido en clásica dentro de este campo de estudios: la idea de que existe un Bolívar “para el pueblo”, elaborado desde las estrategias de legitimación simbólica del Estado nacional, y un Bolívar “desde el pueblo”, pensado e imaginado desde la memoria de las clases subalternas, desde la conciencia de los sectores históricamente oprimidos, en sus diversos intentos por dar forma o representar sus aspiraciones de justicia e igualdad.
Importa destacar que, en esa distinción elaborada por Carrera Damas, se encuentra también presente un debate con una de las más importantes reflexiones sobre Bolívar y el Estado venezolano del siglo XX, “Cesarismo democrático” (1919) de Laureano Vallenilla Lanz. Particularmente relevante, en ese libro, es la lectura que hace de la propuesta del Libertador en torno a una presidencia vitalicia para Bolivia.
Además, si como sostiene la célebre tesis de Vallenilla, nuestra lucha de independencia habría sido una “guerra civil” que, a su vez, habría iniciado un largo proceso de sucesivas contiendas disgregadoras de la nación, nuestro “príncipe” maquiavélico vendría a ser el “César democrático” propuesto por Vallenilla. De hecho Bolívar habría sido, según esta argumentación, el primer unificador y pacificador de la guerra civil. No es casual, por ejemplo, que en una obra literaria, claramente inspirada por “Cesarismo democrático”, “Lanzas coloradas” de Uslar Pietri, el nombre de Bolívar aparezca (al final de la novela) cumpliendo ese rol fundamental para la construcción de nuestro Estado.
En todo caso, como podemos ver a partir de toda la secuencia anterior, cuando Carrera publica “El culto a Bolívar”, a fines de los 60, ya se ha establecido la idea, en el seno del liberalismo venezolano, de que habría una conexión íntima entre militarismo y bolivarianismo. De allí proviene, para citar un ejemplo bastante reciente, toda la insistencia de la oposición venezolana en plantear que el 19 de abril de 1810 fue un “movimiento de carácter civil”. Podemos anticipar, desde ya, que algo semejante volverá a enunciarse en el marco del bicentenario de la Primera República venezolana.
Castro Leiva radicaliza la crítica abierta por Carrera Damas hasta el punto de que en su obra no hay referencia alguna al Bolívar elaborado desde el pueblo. Rompe la dicotomía planteada por Carrera y se queda solamente con el planteamiento de un “culto bolivariano” desde el Estado, articulado como pura manipulación sentimental de las masas Por otra parte, resulta muy claro, en el planteamiento de Castro, que no es posible un “Estado moderno” sin desplazar o eliminar el “culto a Bolívar” o la “teología bolivariana”. Es muy sintomático que en un libro como “De la patria boba…” recargado con una retórica innecesariamente “oscura”, farragosa (a pesar de que su argumento es muy simple) resulta muy sintomático, repetimos, que en dicha obra sea muy transparente la asociación entre la “modernización” del Estado venezolano y la liquidación del culto bolivariano. Véanse, por ejemplo, las referencias a la Comisión Presidencial para la Reforma del Estado (COPRE) en el citado libro. Se trata de referencias que conjugan una defensa del liberalismo de la Primera República venezolana (su constitución, según Castro, es nada menos que la “gramática de nuestra libertad”) con la crítica del Estado nacional centralizado que esboza el Libertador en el “Manifiesto de Cartagena”, tras cuestionar a las “repúblicas aéreas”.


Para decirlo de manera más clara: para Castro Leiva el federalismo de la Primera República sería un importante antecedente del proyecto de descentralizar el Estado encarnado por la COPRE. El Estado centralizado, “autoritario” y “jacobino” sería la herencia bolivariana metaforizada, según Castro, en el legado que deja en su testamento el Libertador a la Universidad de Caracas: un ejemplar, que perteneció a Napoleón,  de un arte militar, escrito por Montecuculi, y una edición de “El contrato social” de Rousseau.





Todo el panorama anterior, por tanto, resulta fundamental para entender una de las vertientes más importantes de los intentos de construcción de hegemonía neoliberal emprendidos desde mediados de los años 80 en nuestro país. La inserción de Venezuela dentro del proyecto neoliberal pasaba, entre otras cosas, por desmantelar las casamatas de nuestro Estado nacional, “modernizando” dicho Estado, neutralizando o atenuando el ejercicio de su soberanía. Obviamente, en ese contexto, uno de los ejes legitimadores del Estado nacional es Bolívar, tanto el construido “para el pueblo” como el imaginado “desde el pueblo”. Deconstruir la “teología bolivariana” para favorecer la implantación de la “modernidad” neoliberal en Venezuela es una de las claves más importantes (no la única, desde luego) del discurso de Castro Leiva.
Lo anterior resulta claramente consistente con la orientación ideológica de los historiadores antibolivarianos que han mantenido la crítica radical a la autoridad simbólica del Libertador desde la muerte de Castro Leiva en 1999. No se trata, por supuesto, de un complot contra Bolívar. Más bien se trata de un encuadre ideológico liberal que trata de encubrirse con el manto de la objetividad científica. Lo cierto es que sin el trabajo de Castro Leiva probablemente no habrían sido posibles libros como los publicados por Inés Quintero y Tomás Straka (para citar a dos de los historiadores más recientes) sobre María Antonia Bolívar, la hermana monárquica del Libertador y, en el segundo caso, sobre José Domingo Díaz el más violento detractor de Bolívar durante la guerra de independencia. Tanto Straka como Quintero han sido ampliamente difundidos por los medios de comunicación opositores. Se trata, obviamente, de otro momento del proyecto de construir una hegemonía antibolivariana en la representación de nuestro pasado. No es casual, en este contexto, que el libro de Quintero haya sido todo un “bestseller” precisamente, entre otras cosas, por la escasa distancia que guarda su autora con su objeto de estudio, en un claro proceso de identificación con la hermana monárquica del Libertador

Paralelamente a todo lo anterior, cabe destacar que uno de los aspectos que atraviesa este amplio debate es lo que ha sido caracterizado, por la filosofía política contemporánea, como el “problema teológico-político”. Se trata, por ello, de una disputa sobre el carácter del Estado, sus mecanismos de legitimación simbólica y la crisis de la modernidad. El proyecto liberal parte del presupuesto de que es posible y deseable una política completamente secularizada, desprovista de rasgos mesiánicos o carismáticos. Dentro de este contexto el Estado sería una especie de máquina neutral cuyo único propósito sería garantizar el derecho de propiedad y el accionar del libre mercado. El “problema teológico-político” devela que esta perspectiva liberal no es más que una ilusión. El Estado, para los pensadores teológico-políticos, siempre tendrá que apelar, para garantizar su propia existencia, a elementos de carácter teológico, más o menos encubiertos, en su intento de legitimarse y obtener cohesión social. En este contexto resulta pertinente recordar a un historiador de la Edad Media que trató de mostrar, en una obra monumental, los mecanismos de legitimación simbólica del Estado a través de la teología política: Ernest Kantorowicz en su libro “Los dos cuerpos del Rey” (1957).
De acuerdo con Kantorowicz, desde la Edad Media hasta los inicios de la modernidad, la teoría política monárquica se empecinó en construir la idea de que todo monarca poseía dos cuerpos, el biológico y el cuerpo político, experimentándose un paulatino proceso de superposición de ambos cuerpos en los imaginarios políticos de esas etapas históricas. Si, como sostenía Foucault, a mediados de los años 70, “todavía no se le ha cortado la cabeza al Rey en la teoría del poder”, no es difícil imaginar la persistencia de la idea de los “dos cuerpos del Rey” en la reflexión moderna sobre la soberanía política.
Cualquiera que haya recorrido el documento fundacional del “culto bolivariano”, el discurso pronunciado por Fermín Toro en diciembre de 1842, luego del traslado de los restos del Libertador desde Santa Marta a Caracas, puede comprobar que la teología política de los “dos cuerpos del Rey” se encuentra presente en su representación de la ceremonia en la que fue el orador principal. Desde Fermín Toro en adelante los restos de Bolívar y el cuerpo político de nuestro Estado nacional se encuentran íntimamente enlazados en el imaginario colectivo del pueblo. Uno de los peores errores que cometen los críticos del “culto a Bolívar” es valorar lo anterior como una especie de residuo “pre-moderno”, una suerte de fetichismo “bárbaro” que los procesos de “modernización” deberían superar o abolir. Los “dos cuerpos del Libertador” forman parte de la estructura profunda de la identidad del pueblo venezolano, del proceso de constitución simbólica de su subjetividad, de su sentido de arraigo y de pertenencia a una nación.
Si la historia, hasta la llegada de nuestro gobierno, había sido un botín en manos de las clases dominantes, por otro lado, el Presidente Chávez está devolviendo al pueblo, a través de todo lo que significa la exhumación del Libertador, la memoria profética de sus luchas del pasado, una memoria que no contempla ese pasado desde la pasividad de un museo sino que trata, precisamente, de encontrar, en los hechos de las generaciones que nos precedieron, las trazas utópicas de diversos proyectos emancipadores que esperan por su realización. Para decirlo con otras palabras, Chávez está tratando de hacer visible el “futuro que habita en el pasado”. Nuestra tarea, en el presente, no es otra que la de actualizar las esperanzas de justicia e igualdad que movilizaron a las generaciones que hicieron la independencia en las primeras décadas del siglo XIX. “Bolívar” es el nombre que condensa toda la carga utópica de un pasado que no ha dejado de reclamar su espacio en las luchas del presente.

















No hay comentarios:

Publicar un comentario