domingo, 17 de octubre de 2010

Hasta los últimos extremos de la inhumanidad


Ahora que el Medio Oriente está entrando en el décimo año de la “guerra infinita” contra el terrorismo, es decir, de la guerra de una supuesta humanidad contra los “monstruos” habituales, vale la pena recordar algo que dijera el Maquiavelo de Plettenberg pocos años antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial:
“La humanidad como tal no puede librar una guerra desde el momento en que no tiene enemigos, al menos no sobre este planeta. El concepto de  "humanidad" excluye al concepto de enemigo porque el enemigo, no por ser enemigo deja de ser humano y con ello no existe una diferenciación específica. Que se libren guerras en nombre de la humanidad no contradice a esta simple verdad; sólo le da al hecho un sentido político especialmente intenso.  El que un Estado combata a su enemigo en nombre de la humanidad no convierte a esa guerra en una guerra de la humanidad sino en una guerra en la cual un determinado Estado, frente a su contrincante bélico, busca apropiarse de un concepto universal para identificarse con él (a costa del contrincante) de un modo similar a la forma en que se puede abusar de la paz, la justicia, el progreso o la civilización, reivindicando estos conceptos para uno mismo a fin de negarle esa posibilidad al enemigo. "La Humanidad" es un instrumento ideológico especialmente útil para expansiones imperialistas y, en su forma ético-humanitaria, un vehículo específico del imperialismo económico. Para esto vale, con una sencilla modificación, la frase acuñada por Proudhon: quien dice humanidad, desea embaucar. La adopción del nombre de "humanidad", la invocación de la humanidad, el secuestro de esta palabra, todo ello — puesto que no se puede adoptar un nombre tan noble sin determinadas consecuencias — solamente puede manifestar la horrible pretensión de negarle al enemigo su cualidad humana declarándolo hors-la-loi y hors l'humanité con lo que se pretende llevar la guerra hasta los últimos extremos de la inhumanidad”.

miércoles, 13 de octubre de 2010

“Rumi, el persa, el sufí” de Reza Arasteh (Merton, Ludovico Silva, psicoterapia y sufismo, II)


“El Rey del pensamiento imperturbable
Danzando se fue
Al otro país
Al país de la luz”
 
En una entrada reciente de este blog mencioné a Reza Arasteh, un psiquiatra iraní cuyo proyecto de extraer del misticismo persa herramientas útiles para la psicoterapia causó una profunda impresión en Thomas Merton. En ese post previo también mencioné que Merton había evocado a Arasteh en su última carta, de enero de 1968, a nuestro Ludovico Silva. Quizá, en esa referencia, se encuentre una de las fuentes no marxistas de  la ulterior teoría de la alienacion de Ludovico.
A continuación les ofrezco fragmentos del libro de Arasteh, “Rumi, el persa, el sufí”, publicado ya hace unos años por Paidós. Al final de estos fragmentos de Arasteh, ofrezco al lector una brevísima muestra de la poesía de Rumi:
“Según el Sufismo, el verdadero ser no es aquello que el medio y la cultura desarrollan en nosotros sino que es básicamente el producto del universo en evolución De aquí en adelante me referiré a él denominándolo ser cósmico o ser universal en contraste con el ser fenoménico, el producto de la cultura y el ambiente. El ser cósmico puede ser considerado como la imagen del universo que debe ser develada. Se halla envuelta en nuestro inconsciente, si es que no es el inconsciente mismo, mientras que el ser fenoménico implica la conciencia. En el Sufismo el inconsciente recibe más atención que la conciencia; posee infinitas potencialidades, mientras que la conciencia es algo limitado; y sólo el inconsciente provee los medios para lograr el verdadero ser.  El ser cósmico nos abarca totalmente mientras que el ser fenoménico designa sólo a una parte de nuestra existencia. El ser fenoménico nos ha separado de nuestro origen, el de la unión con la vida.  Habiendo tomado conciencia de esta separación, sólo podemos vivir plenamente si vaciamos nuestra conciencia, trayendo a la luz el inconsciente, logrando una percepción de nuestra existencia como un todo y viviendo en un estado de plena conciencia. Denominaré a este estado existencia cósmica o conciencia trascendental. El verdadero ser puede considerarse como la corona de la inconsciencia, que en potencia es la existencia consciente, la meta Sufi. Identificar este estado psíquico no constituye una tarea sencilla, pues su misma naturaleza es de devenir, y cuando se logra, helo allí.  Los Sufis persas consideran como que se explica a sí mismo y que es evidente de por sí. Al igual que el sol es una prueba de su propia existencia, así también lo es el verdadero ser. Cada uno de nosotros lo hemos experimentado en alguna ocasión. Al menos una vez hemos escuchado su voz, su llamado y su invitación, a menudo sin habernos dado cuenta. Quizá las palabras “mí mismo”, “él” o “ello” pueden identificar mejor al ser verdadero que las palabras “yo” o “nosotros”. En este sentido, el Sufismo consiste de dos etapas: 1) la muerte del “yo”, y 2) la adquisición de la completa conciencia del “mí mismo”. El verdadero ser no existe en sitio alguno, su misma naturaleza es intensiva antes que extensiva, y puede hallarse muy cerca de nosotros o muy lejano, dependiendo de la experiencia del individuo. Ordinariamente un destello de sabiduría ilumina la conciencia, un pequeño círculo de nuestra psique, mas cuando logramos alcanzar el ser verdadero un fuerte resplandor ilumina constantemente toda su estructura. Algunos Sufis ubican a este ser en el corazón, pero uno puede preguntarse: '¿cómo puede el corazón, significando realmente una habilidad para la experiencia intuitiva, tener una ubicación definida?' ”.

Tres poemas de Rumi:

“Ha pasado el jinete celestial
Levantando polvo al aire estival.
Pasó raudo; y el polvo suspendido
Se ha demorado aquí y no se ha ido”.

“El sufí abre sus brazos al universo
y, libre, entrega cada aliento.
Diferente al que suplica en la calle para sobrevivir
Un derviche ruega por entregar su propia vida”.

 “El amor es el astrolabio de los misterios de Dios”

    viernes, 8 de octubre de 2010

    Los dos cuerpos del Libertador: una introducción a la teología política bolivariana




    Desde mediados de los años 80 se ha venido gestando, con distintos énfasis, un intento de construir hegemonía, en el sentido estrictamente gramsciano del término, en el plano de nuestra historia nacional. Se trata de una intervención que ha mostrado una gran perseverancia en su proyecto de socavar la autoridad simbólica de Bolívar. Los últimos diez años de transformaciones políticas en nuestro país no han hecho sino radicalizar esa tendencia que ya estaba presente en un autor seminal (puesto que su obra es la verdadera “clave de bóveda” de todo la estructura conceptual del antibolivarianismo historiográfico) Luis Castro Leiva.
    Los escritos de Castro Leiva, particularmente los ensayos contenidos en “De la patria boba a la teología bolivariana” (1987), pretenden, desde una perspectiva afín a la escuela de historia de las ideas de Cambridge (Quentin Skinner y J.G.A Pocock, principalmente) profundizar lo que, en potencia, ya se encontraba en el primer libro importante de la crítica sobre los usos del Libertador en nuestra historia política: “El culto a Bolívar” (1969) de Germán Carrera Damas, texto que inaugura toda una vertiente de la escritura de la historia en Venezuela.
    Carrera Damas establece una distinción que ya se ha convertido en clásica dentro de este campo de estudios: la idea de que existe un Bolívar “para el pueblo”, elaborado desde las estrategias de legitimación simbólica del Estado nacional, y un Bolívar “desde el pueblo”, pensado e imaginado desde la memoria de las clases subalternas, desde la conciencia de los sectores históricamente oprimidos, en sus diversos intentos por dar forma o representar sus aspiraciones de justicia e igualdad.
    Importa destacar que, en esa distinción elaborada por Carrera Damas, se encuentra también presente un debate con una de las más importantes reflexiones sobre Bolívar y el Estado venezolano del siglo XX, “Cesarismo democrático” (1919) de Laureano Vallenilla Lanz. Particularmente relevante, en ese libro, es la lectura que hace de la propuesta del Libertador en torno a una presidencia vitalicia para Bolivia.
    Además, si como sostiene la célebre tesis de Vallenilla, nuestra lucha de independencia habría sido una “guerra civil” que, a su vez, habría iniciado un largo proceso de sucesivas contiendas disgregadoras de la nación, nuestro “príncipe” maquiavélico vendría a ser el “César democrático” propuesto por Vallenilla. De hecho Bolívar habría sido, según esta argumentación, el primer unificador y pacificador de la guerra civil. No es casual, por ejemplo, que en una obra literaria, claramente inspirada por “Cesarismo democrático”, “Lanzas coloradas” de Uslar Pietri, el nombre de Bolívar aparezca (al final de la novela) cumpliendo ese rol fundamental para la construcción de nuestro Estado.
    En todo caso, como podemos ver a partir de toda la secuencia anterior, cuando Carrera publica “El culto a Bolívar”, a fines de los 60, ya se ha establecido la idea, en el seno del liberalismo venezolano, de que habría una conexión íntima entre militarismo y bolivarianismo. De allí proviene, para citar un ejemplo bastante reciente, toda la insistencia de la oposición venezolana en plantear que el 19 de abril de 1810 fue un “movimiento de carácter civil”. Podemos anticipar, desde ya, que algo semejante volverá a enunciarse en el marco del bicentenario de la Primera República venezolana.
    Castro Leiva radicaliza la crítica abierta por Carrera Damas hasta el punto de que en su obra no hay referencia alguna al Bolívar elaborado desde el pueblo. Rompe la dicotomía planteada por Carrera y se queda solamente con el planteamiento de un “culto bolivariano” desde el Estado, articulado como pura manipulación sentimental de las masas Por otra parte, resulta muy claro, en el planteamiento de Castro, que no es posible un “Estado moderno” sin desplazar o eliminar el “culto a Bolívar” o la “teología bolivariana”. Es muy sintomático que en un libro como “De la patria boba…” recargado con una retórica innecesariamente “oscura”, farragosa (a pesar de que su argumento es muy simple) resulta muy sintomático, repetimos, que en dicha obra sea muy transparente la asociación entre la “modernización” del Estado venezolano y la liquidación del culto bolivariano. Véanse, por ejemplo, las referencias a la Comisión Presidencial para la Reforma del Estado (COPRE) en el citado libro. Se trata de referencias que conjugan una defensa del liberalismo de la Primera República venezolana (su constitución, según Castro, es nada menos que la “gramática de nuestra libertad”) con la crítica del Estado nacional centralizado que esboza el Libertador en el “Manifiesto de Cartagena”, tras cuestionar a las “repúblicas aéreas”.


    Para decirlo de manera más clara: para Castro Leiva el federalismo de la Primera República sería un importante antecedente del proyecto de descentralizar el Estado encarnado por la COPRE. El Estado centralizado, “autoritario” y “jacobino” sería la herencia bolivariana metaforizada, según Castro, en el legado que deja en su testamento el Libertador a la Universidad de Caracas: un ejemplar, que perteneció a Napoleón,  de un arte militar, escrito por Montecuculi, y una edición de “El contrato social” de Rousseau.





    Todo el panorama anterior, por tanto, resulta fundamental para entender una de las vertientes más importantes de los intentos de construcción de hegemonía neoliberal emprendidos desde mediados de los años 80 en nuestro país. La inserción de Venezuela dentro del proyecto neoliberal pasaba, entre otras cosas, por desmantelar las casamatas de nuestro Estado nacional, “modernizando” dicho Estado, neutralizando o atenuando el ejercicio de su soberanía. Obviamente, en ese contexto, uno de los ejes legitimadores del Estado nacional es Bolívar, tanto el construido “para el pueblo” como el imaginado “desde el pueblo”. Deconstruir la “teología bolivariana” para favorecer la implantación de la “modernidad” neoliberal en Venezuela es una de las claves más importantes (no la única, desde luego) del discurso de Castro Leiva.
    Lo anterior resulta claramente consistente con la orientación ideológica de los historiadores antibolivarianos que han mantenido la crítica radical a la autoridad simbólica del Libertador desde la muerte de Castro Leiva en 1999. No se trata, por supuesto, de un complot contra Bolívar. Más bien se trata de un encuadre ideológico liberal que trata de encubrirse con el manto de la objetividad científica. Lo cierto es que sin el trabajo de Castro Leiva probablemente no habrían sido posibles libros como los publicados por Inés Quintero y Tomás Straka (para citar a dos de los historiadores más recientes) sobre María Antonia Bolívar, la hermana monárquica del Libertador y, en el segundo caso, sobre José Domingo Díaz el más violento detractor de Bolívar durante la guerra de independencia. Tanto Straka como Quintero han sido ampliamente difundidos por los medios de comunicación opositores. Se trata, obviamente, de otro momento del proyecto de construir una hegemonía antibolivariana en la representación de nuestro pasado. No es casual, en este contexto, que el libro de Quintero haya sido todo un “bestseller” precisamente, entre otras cosas, por la escasa distancia que guarda su autora con su objeto de estudio, en un claro proceso de identificación con la hermana monárquica del Libertador

    Paralelamente a todo lo anterior, cabe destacar que uno de los aspectos que atraviesa este amplio debate es lo que ha sido caracterizado, por la filosofía política contemporánea, como el “problema teológico-político”. Se trata, por ello, de una disputa sobre el carácter del Estado, sus mecanismos de legitimación simbólica y la crisis de la modernidad. El proyecto liberal parte del presupuesto de que es posible y deseable una política completamente secularizada, desprovista de rasgos mesiánicos o carismáticos. Dentro de este contexto el Estado sería una especie de máquina neutral cuyo único propósito sería garantizar el derecho de propiedad y el accionar del libre mercado. El “problema teológico-político” devela que esta perspectiva liberal no es más que una ilusión. El Estado, para los pensadores teológico-políticos, siempre tendrá que apelar, para garantizar su propia existencia, a elementos de carácter teológico, más o menos encubiertos, en su intento de legitimarse y obtener cohesión social. En este contexto resulta pertinente recordar a un historiador de la Edad Media que trató de mostrar, en una obra monumental, los mecanismos de legitimación simbólica del Estado a través de la teología política: Ernest Kantorowicz en su libro “Los dos cuerpos del Rey” (1957).
    De acuerdo con Kantorowicz, desde la Edad Media hasta los inicios de la modernidad, la teoría política monárquica se empecinó en construir la idea de que todo monarca poseía dos cuerpos, el biológico y el cuerpo político, experimentándose un paulatino proceso de superposición de ambos cuerpos en los imaginarios políticos de esas etapas históricas. Si, como sostenía Foucault, a mediados de los años 70, “todavía no se le ha cortado la cabeza al Rey en la teoría del poder”, no es difícil imaginar la persistencia de la idea de los “dos cuerpos del Rey” en la reflexión moderna sobre la soberanía política.
    Cualquiera que haya recorrido el documento fundacional del “culto bolivariano”, el discurso pronunciado por Fermín Toro en diciembre de 1842, luego del traslado de los restos del Libertador desde Santa Marta a Caracas, puede comprobar que la teología política de los “dos cuerpos del Rey” se encuentra presente en su representación de la ceremonia en la que fue el orador principal. Desde Fermín Toro en adelante los restos de Bolívar y el cuerpo político de nuestro Estado nacional se encuentran íntimamente enlazados en el imaginario colectivo del pueblo. Uno de los peores errores que cometen los críticos del “culto a Bolívar” es valorar lo anterior como una especie de residuo “pre-moderno”, una suerte de fetichismo “bárbaro” que los procesos de “modernización” deberían superar o abolir. Los “dos cuerpos del Libertador” forman parte de la estructura profunda de la identidad del pueblo venezolano, del proceso de constitución simbólica de su subjetividad, de su sentido de arraigo y de pertenencia a una nación.
    Si la historia, hasta la llegada de nuestro gobierno, había sido un botín en manos de las clases dominantes, por otro lado, el Presidente Chávez está devolviendo al pueblo, a través de todo lo que significa la exhumación del Libertador, la memoria profética de sus luchas del pasado, una memoria que no contempla ese pasado desde la pasividad de un museo sino que trata, precisamente, de encontrar, en los hechos de las generaciones que nos precedieron, las trazas utópicas de diversos proyectos emancipadores que esperan por su realización. Para decirlo con otras palabras, Chávez está tratando de hacer visible el “futuro que habita en el pasado”. Nuestra tarea, en el presente, no es otra que la de actualizar las esperanzas de justicia e igualdad que movilizaron a las generaciones que hicieron la independencia en las primeras décadas del siglo XIX. “Bolívar” es el nombre que condensa toda la carga utópica de un pasado que no ha dejado de reclamar su espacio en las luchas del presente.

















    martes, 5 de octubre de 2010

    SUFISMO Y PSICOTERAPIA EN EL EPISTOLARIO ENTRE THOMAS MERTON Y LUDOVICO SILVA

    Desde hace algún tiempo he venido estudiando el epistolario entre Thomas Merton y Ludovico Silva. Se trata de unas 27 cartas que enlazaron, entre 1965 y 1968, las vidas de un monje excepcional y de un joven poeta venezolano que se convertiría, en la década siguiente, en uno de nuestros más importantes intelectuales marxistas.


    La mayor parte de la correspondencia se centra en diversos aspectos de la creación artística. Particularmente relevantes, para la historia literaria de nuestra América, son los pasajes que se refieren al proceso de edición de “¡Boom!” (1966), poema largo del venezolano, de tono apocalíptico, sobre los posibles efectos de una guerra nuclear. Junto a esto encontramos, en este epistolario tan fuera de lo común, diversas referencias a los eventos políticos de los años sesenta y a vivencias de carácter más personal. En relación con estas últimas alusiones se encuentra un pasaje de gran interés, ligado a la biografía de Ludovico, el cual pudiera arrojar alguna luz sobre las fuentes no marxistas de su teoría de la alienación.
    El fragmento en cuestión se encuentra en la última carta que poseemos del epistolario, escrita por Merton el 26 de enero de 1968. Dicha misiva, a pesar de su brevedad, quizá sea la más conmovedora de todo el conjunto. En ella el poeta-monje comienza por referirse a una “extraña enfermedad” padecida y narrada previamente por Ludovico. Como no poseemos, por ahora, la comunicación anterior, sólo podemos conjeturar sobre dicho padecimiento del venezolano:

    “Tienes razón al explicar tu enfermedad en términos más espirituales. El positivismo de los psiquiatras no entiende perfectamente lo que sucede en tales casos extraños. Conozco a un psiquiatra de Irán –que ha hecho estudios sobre el misticismo de los sufíes- y él sabe muy bien que sin esa especie de crisis uno no puede pasar a estadios superiores de desarrollo”.
    El psiquiatra persa no es otro que Abdol Reza Arasteh, autor de un libro que tuvo gran influencia en Merton, “Rumi, el persa, el sufí: renacimiento creatividad y amor”. En dicho texto Arasteh intentó aplicar los principios del sufismo a la psicoterapia. Existe, por cierto, una interesante correspondencia entre Arasteh y Merton constituida por unas 20 cartas y parcialmente publicada en la antología “The Hidden Ground of Love”. Particularmente importantes son aquellas centradas en lo que el psiquiatra persa llamó “integración final” de la personalidad, a través del sufismo, para superar la enajenación del ser humano contemporáneo. Quizá, por tanto, en esta referencia hecha por Merton a Ludovico, pudiera encontrarse una fuente “oculta”, no marxista, de la reflexión en torno a la alienación desarrollada algunos años más tarde por Silva. En todo caso cabe destacar que una de las preocupaciones del libro de Arasteh es tratar de pensar los posibles aportes de una relectura de Rumi, el gran místico persa, para el desarrollo de un nuevo humanismo en los países del, para entonces existente, campo socialista.







    domingo, 3 de octubre de 2010

    Viendo "Jericho" en las noches de Teherán



    En abril de 2010 viajamos a Irán. Queríamos, durante unas breves vacaciones, visitar Shiraz, Persépolis, Isfahán y Teherán. Quizá, en un futuro post, escriba algo sobre el viaje en su conjunto, pleno de encuentros memorables con la cultura persa. De cualquier manera, baste decir, por ahora, que nos trajimos, sin pensarlo demasiado y casi por no dejar, los discos compactos de una serie de televisión que estábamos comenzando a ver: “Jericho”. La idea era mirar algún capítulo, en la pantalla del laptop, antes de dormir en el hotel, luego del ajetreo de los intensos recorridos del día.
    Cualquier que la haya visto, aunque sea brevemente, sabe que “Jericho” no es ninguna obra de arte. Es el clásico producto de la industria del entretenimiento norteamericana. Tampoco fue una serie muy exitosa: tan sólo estuvo dos temporadas al aire, entre el 2006 y el 2008. Sin embargo algunos de sus contenidos me llamaban la atención, en tanto síntomas de la cultura norteamericana post 11 de septiembre y los fantasmas generados, a escala global, por la “guerra infinita” contra el terrorismo.
    Situada dentro de la tradición de las llamadas narrativas “post-apocalípticas”, “Jericho” cuenta la historia, situada en un futuro cercano, de los habitantes de un pequeño pueblo homónimo, ubicado en Kansas, luego de un vasto ataque terrorista, con armas nucleares, contra 23 de las grandes ciudades de los Estados Unidos. Muchos de los temas del “survivalism” norteamericano aparecen representados en la serie, junto con la clásica defensa del estilo de vida de los pequeños pueblos y las infaltables “teorías conspirativas” sobre las fuerzas que organizaron el atentado. Hacia el final de la serie descubrimos que el estallido de los artefactos nucleares no fue producto de un plan terrorista elaborado por elementos foráneos. Se trató de una “operación de bandera falsa”, diseñada por factores de la extrema derecha norteamericana, para tomar el poder e implantar un régimen militarista.
    Resulta evidente que “Jericho” juega con creencias bastante difundidas en torno al origen de los atentados del 11 de septiembre. En todo caso y más allá de lo anterior, hay un dato que me pareció estremecedor cuando vimos la serie en Teherán. Como en toda “false flag operation” hace falta un chivo expiatorio, en el caso de “Jericho”, los atentados con armas nucleares son atribuidos, inicialmente, a los gobiernos de Irán y de Corea del Norte. No recuerdo exactamente en cuál, pero, en alguno de los capítulos más importantes de la serie, se dice, casi de manera casual, que ambos países fueron borrados del mapa durante la represalia nuclear de los EEUU.
    El azar, el destino o, quizá, el eternamente horrorizado “ángel de la historia”, no lo se, nos puso en la inquietante situación de ver “Jericho” en las noches de Teherán.









    viernes, 1 de octubre de 2010

    Las metamorfosis del rostro de un ángel islámico y la llamada “Guerra contra el terrorismo”

    Henry Corbin (1903-1978) es, probablemente, el más importante estudioso occidental del Islam chiíta. Su vasta obra incluye títulos traducidos al español como “El hombre y su ángel”, “Historia de la filosofía islámica”, “Cuerpo espiritual y Tierra Celeste” y “El hombre de luz en el sufismo iranio”, entre muchos otros. Precisamente en “El hombre de luz…” nos encontramos con una figura, particularmente inquietante, de la angelología islámica: la Daena.
    Giorgio Agamben, en su libro “Profanaciones”, ha descrito a la Daena de este modo: “Según esta doctrina, el nacimiento de todo hombre es presidido por un ángel llamado Daena, que tiene la forma de una bellísima niña. La Daena es el arquetipo celeste a cuya semejanza el individuo ha sido creado y, al mismo tiempo, el mudo testigo que nos acecha y acompaña en cada instante de nuestra vida. No obstante, el rostro del ángel no permanece idéntico a lo largo del tiempo, sino que, como el retrato de Dorian Gray, cambia, imperceptiblemente, con cada una de nuestras acciones, con cada palabra, con cada pensamiento. Así, en el momento de la muerte, el alma ve a su ángel venir a su encuentro transformado, según la conducta que haya tenido a lo largo de su vida, en una criatura todavía más bella o en un demonio horrendo que le susurra: “Yo soy tu Daena, aquella que tus pensamientos, tus palabras y tus actos han formado”. Fin de la cita de Agamben.
    Imaginemos, por un momento, que la Daena, esa poderosa metáfora creada por los místicos iraníes, existe fuera de las páginas de los textos religiosos. Imaginemos, además, que cada uno de los mercenarios y soldados regulares norteamericanos, muertos en Irak o Afganistán, se encontró, finalmente, cara a cara con su Daena. Resulta casi inimaginable la monstruosidad de los rostros que podrían haber visto, tras cruzar el umbral definitivo, luego de los espantosos crímenes que  cometieron en esas dos guerras tan deshonrosas. Pero lo que resulta absolutamente inimaginable, más allá de cualquier horror descrito por la mente alucinada de un Poe o de un Lovecraft, serían los rostros de las Daenas con las que podrían encontrarse, cuando les llegue la hora, gente como Bush o Cheney.
    Henry Corbin