domingo, 22 de mayo de 2011

LA ACTUAL COYUNTURA EN EL MEDIO ORIENTE Y LA EMERGENCIA DE UN NUEVO “NOMOS DE LA TIERRA”




Nos encontramos ante cambios geoestratégicos de largo alcance en el Medio Oriente. Los indicios se multiplican ante nuestros ojos mientras, simultáneamente, asistimos, en el plano global, al surgimiento, necesariamente conflictivo, de un nuevo “nomos de la tierra”, un vasto reordenamiento de los territorios y de las “esferas de influencia” entre las potencias existentes, las emergentes y los diversos bloques regionales en pugna por los recursos energéticos del mundo.
Mucho se ha escrito sobre el declive del poderío unilateral de los EEUU y sobre la debacle del proyecto neoconservador que dominó la política exterior de ese país hasta hace poco tiempo. Algunos analistas sostienen que el declive norteamericano nos coloca ante el umbral de un mundo “postliberal”, un mundo en el que los valores del liberalismo ya no serían los dominantes. Sea como sea, todo indica que nos encontramos al final de una secuencia histórica dominada, de manera absoluta, por Washington. Recordemos que dicha secuencia va desde el colapso de la URSS, pasando por la intervención “humanitaria” de Clinton en los Balcanes, los atentados del 11 de septiembre del 2001 y el inicio de la “guerra infinita”: de Bush contra el terrorismo islámico, hasta llegar a la ejecución, de importancia más simbólica que real, de Osama Bin Laden hace pocos días.
No hay nada nuevo en el hecho de que el Medio Oriente sea uno de los escenarios centrales de las luchas entre las potencias por tratar de decidir la estructuración del orden mundial. El elemento radicalmente nuevo, potencialmente portador de toda suerte de contingencias, se encuentra en las diversas protestas que estremecen al mundo árabe, desde el norte de África hasta el Golfo arábigo, a partir de diciembre del 2010.
De todos los acontecimientos que, de manera vertiginosa, han estremecido la región desde diciembre pasado (incluyendo la guerra civil en Libia y la invasión saudita contra Bahréin) ha sido el derrocamiento de Mubarak el evento de mayores implicaciones, la grieta más profunda en el estatus quo, al menos en lo que tiene que ver con dos actores fundamentales en la región, Arabia Saudita e Israel. Para Tel Aviv el fin de la era Mubarak ha significado el comienzo de un periodo de incertidumbre en su conflictiva relación con el mundo árabe. Egipto era el puntal de un orden laboriosamente alcanzado, a principios de los 80, en Camp David. Hoy por hoy podemos encontrar, en la esfera pública egipcia, fuerzas que cuestionan ese status quo, proclamando la necesidad de revisarlo a fondo o de abandonarlo. Habrá que esperar hasta las elecciones de noviembre de este año para que empiece a delinearse un panorama más claro en lo que respecta a las relaciones entre Israel y Egipto.
Por otra parte, hay diversos indicios de que en Israel se está intensificando la sensación de aislamiento con respecto a la región. No es difícil imaginar que, de profundizarse esta percepción, se incrementaría, a su vez, la paranoia de la extrema derecha que controla las instancias decisoras en Tel Aviv, aumentando, todavía más, el riesgo de que el gobierno israelí emprenda acciones militares unilaterales contra sus adversarios regionales.
Paralelamente a lo anterior, debemos destacar la reacción saudita ante el derrocamiento de Mubarak. La insistencia de Riad de sostener, contra viento y marea, al dictador egipcio junto con su abierto desagrado ante la decisión norteamericana de respaldar, de manera tardía, al movimiento de protestas en su contra y pedir su salida del poder, todo ello resulta sintomático de la ansiedad que genera en el liderazgo saudita cualquier elemento que cuestione el estatus quo existente.
El gobierno de Riad es, sin duda, el motor regional más importante de la reacción conservadora. La monarquía saudita se postula como una suerte de modelo político intemporal, imperturbable ante cualquier exigencia de cambio o reforma. Riad nunca aceptará que se expanda por la región ni el islamismo “light” ejemplarizado por Turquía (un modelo para el Medio Oriente que parecen favorecer ciertos sectores de Europa y los EEUU) ni, mucho menos, por razones harto conocidas, una República Islámica al estilo Irán.
Para constatar que el reino saudita es uno de los epicentros de la reacción, basta con observar la forma en que ha tratado los conatos de protesta dentro de su propio territorio y sus iniciativas a nivel del Consejo de Cooperación del Golfo. Todo ello sin descartar la posibilidad de que Riad esté ayudando a promover las manifestaciones contra el gobierno sirio, intentando debilitar o quebrar el eje Damasco-Teherán.
A nivel del Consejo de Cooperación del Golfo, Arabia Saudita y Qatar han acordado una “división de funciones” con la OTAN que expone, en gran medida, la racionalidad maquiavélica que sustenta los esfuerzos para alcanzar el “cambio de régimen” en Libia.

Antes que nada hay que destacar que este diseño de acción política sólo puede entenderse, con todas sus implicaciones, si se lo valora como inserto dentro de una estrategia general, coordinada a través de diversas instancias de la diplomacia multilateral, tales como la “Iniciativa de Estambul” de la OTAN, la Liga Árabe y el ya referido Consejo de Cooperación del Golfo. Se trata de una estrategia que pretende reorientar o canalizar el actual impulso de los levantamientos en todo el mundo árabe hacia objetivos que estén en concordancia con los intereses de la OTAN y de las monarquías de la Península Arábiga.
Una de las razones por las cuales Qatar se involucró, de manera tan directa, en la intervención contra Libia tiene que ver con un intento coordinado de desplazar la atención internacional de la crisis en Bahréin, facilitando, de este modo, el accionar de las tropas invasoras sauditas en Manama. Todo ello, seguramente, fue acordado durante la reunión en Doha, el 15 de febrero pasado, de la “Iniciativa de Estambul” de la OTAN y durante las respectivas visitas de David Cameron y del Almirante Mullen, el 22 y 23 de febrero, a Qatar.
Para decirlo con otras palabras, la “división de funciones”, entre los países del CCG y de la OTAN, acordada en relación con la crisis de Bahréin y la coyuntura en Libia, fue la siguiente: mientras a Arabia Saudita le correspondió invadir a la diminuta nación isleña, Qatar (con esa poderosa herramienta de modelación de percepciones llamada “Al Jazeera”) se puso a la cabeza de la iniciativa árabe contra Libia, en un esfuerzo por dirigir la atención de buena parte de la esfera pública hacia un punto lo más alejado posible del conflicto bahreiní. Este último conflicto se encuentra situado en el corazón mismo del Golfo y, de salirse de control, pudiera involucrar un choque armado nada menos que con Irán. Qatar no interviene directamente en Bahréin porque no desea, en lo absoluto, empañar sus buenas relaciones con Teherán (las mejores dentro del CCG) puesto que comparte con Irán el estratégico “Campo Norte” el cual contiene, bajo las aguas del Golfo, aproximadamente, un 24% por ciento de las reservas gasíferas del mundo.

La opinión pública mundial, hoy por hoy, prácticamente no discute lo que acontece en Manama (cientos de detenidos, decenas de desaparecidos, varios condenados a muerte, un par de decenas de mezquitas chiitas destruidas, etc.) ya que tiene sus ojos fijos en Libia. Al mismo tiempo, no cabe ninguna duda de que, para Qatar y el CCG, Bahréin resulta mucho más importante y crucial que lo que pueda ocurrir, eventualmente, en el norte de África. Bahréin, aparte de sede de la V Flota Norteamericana, sigue siendo la “línea roja” que, bajo ningún concepto, desde el punto de vista de los intereses de las monarquías regionales y de las potencias occidentales, puede ser cruzada por Irán o tomada por sus aliados naturales los chiitas oprimidos por el régimen de al-Jalifa.
También dentro del marco del Consejo de Cooperación del Golfo debe destacarse otra iniciativa respaldada por Riad: el inicio del proceso de adhesión de Jordania y Marruecos a ese mecanismo regional. Se trataría de una nueva arquitectura comercial, de seguridad y defensa que unificaría a todas las monarquías del Medio Oriente y le daría profundidad estratégica a los Estados del Golfo hacia el Norte de África y también hacia una de las fronteras más importantes del conflicto árabe-israelí.
En medio de todo este panorama, la muerte de Bin Laden, aparte de ofrecerle al público norteamericano una “victoria” hollywoodense, luego de casi diez años de guerra ininterrumpida, abre la posibilidad cierta de sacar a una parte considerable de las tropas de EEUU de Afganistán, dejándolas disponibles para cualquier otra contingencia bélica que aparezca en la región. Esto último, de cara a la creciente paranoia anti iraní promovida por Riad y Tel Aviv, hace todavía más factible cualquier confrontación futura con Teherán.
Si a lo anterior, le sumamos la creación de un ejército de mercenarios en Emiratos Árabes Unidos por parte de Blackwater (empresa rebautizada como “Xe Services LLC”) con un contrato de más de 500 millones de dólares, con el propósito de establecer una fuerza capaz de aplastar cualquier rebelión interna y proteger al país de “atentados terroristas”, resulta evidente que las elites de los Emiratos proyectan, a corto y mediano plazo, peligrosas contingencias regionales.


Retomando lo que planteamos al inicio de este ensayo, la coyuntura regional del Medio Oriente se encuentra estrechamente vinculada al surgimiento de un “nuevo nomos de la tierra”. Si, a principios de la Guerra Fría, Carl Schmitt utilizó el concepto de “nomos”, situándolo  en una dimensión geopolítica, para describir el fin de un orden internacional centrado en Europa, hoy por hoy, el “nuevo nomos” terrestre comienza a articularse en torno a los poderes emergentes en el Oriente, con China y la India a la cabeza.
Algunos datos permiten ilustrar lo anterior en relación con el Golfo Arábigo, a manera de ejemplo: en el 2005 Beijing inauguró su base naval de Gwadar, en Pakistán, situada cerca de la boca del Estrecho de Ormuz, con lo cual China adquiere profundidad estratégica en el mar arábigo y trata de asegurar su ruta de suministro de energía. Por otro lado, en el 2009,  las exportaciones petroleras sauditas a China excedieron, por primera vez, a las que hicieron a los Estados Unidos. Al mismo tiempo, el 70% de las necesidades energéticas de la India son cubiertas por el gas y el petróleo de los Estados del Consejo de Cooperación del Golfo.
En este contexto, no cabe duda de que las monarquías del Golfo están “huyendo hacia adelante”, proyectando estratégicamente su poder e influencia hacia un mundo en el que los Estados Unidos ya no podrán seguir asumiendo el rol de policía global. Quizá se trate de un mundo “postliberal” que pudiera mostrar una mayor comprensión política hacia las monarquías unificadas en el nuevo Consejo de Cooperación del Golfo.